sábado, 6 de agosto de 2011

Tutankamón

y un descubrimiento de la Arqueología.
Peter Watson
T.S. Eliot, James Joyce y Adolf Hitler, tan diferentes en muchos sentidos, tenían una cosa en común: su amor por el mundo clásico. En 1922, el año que vieron la luz las obras maestras y Hitler aceptó una invitación para dirigirse al Círculo Nacional de Berlín, formado sobre todo por oficiales del ejército, altos funcionarios y magnates de la industria, salió de Londres una expedición hacia Egipto. Su objetivo era buscar al hombre que había sido, al parecer, el mayor soberano de toda la Antigüedad.
Antes de la primera guerra mundial se habían llevado a cabo tres complicadas excavaciones en el Valle de los Reyes, a unos quinientos kilómetros de El Cairo. En cada una de ellas aparecía de manera insistente el nombre de Tutankamón, inscrito sobre una vasija de cerámica, sobre láminas de oro y sellos de arcilla.[150] Por lo tanto, se creía que éste debía de haber sido un personaje importante, aunque eran muy pocos los arqueólogos que imaginaron siquiera que fuese posible encontrar sus restos. A pesar de las muchas excavaciones que se habían efectuado en el Valle de los Reyes, el arqueólogo británico Howard Cárter y su patrocinador, lord Carnarvon, estaban decididos a emprender otra más. Llevaban algunos años intentándolo, pero la guerra se lo había impedido. Sin embargo, ni uno ni otro estaba dispuesto a rendirse. Cárter, un hombre delgado de ojos oscuros y bigote poblado, era un científico meticuloso, paciente y concienzudo, que llevaba desde 1899 trabajando en diversos yacimientos de Oriente Medio. Con la llegada de la paz, Carnarvon obtuvo al fin el permiso para excavar en el Nilo, a partir de Karnak y Luxor.
Cárter salió de Londres sin Carnarvon. Hasta la mañana del 4 de noviembre no ocurrió nada digno de mención.[151] Entonces, cuando el sol comenzaba a blanquear las laderas que los rodeaban, uno de los hombres dio con un escalón de piedra excavado en la roca. Con sumo cuidado, fueron saliendo doce escalones, que daban a una entrada sellada y cubierta con yeso.[152] «Esto era demasiado bueno para ser cierto»; tras descifrar el sello, Cárter quedó asombrado al saber que había desenterrado una necrópolis real. Estaba deseando derribar la puerta, pero mientras regresaba al campamento montado en su mulo aquella noche, tras dejar guardias vigilando el yacimiento, llegó a la conclusión ie que debía esperar. A fin de cuentas, era Carnarvon quien financiaba la excavación, por lo que tenía derecho a estar presente cuando abriesen la gran tumba. Al día siguiente, Cárter le envió un telegrama para hacerlo partícipe de la noticia e invitarlo a acudir.[153] Lord Carnarvon era una persona de aire romántico, excelente tirador y famoso balandrista, que había navegado alrededor del mundo a la edad de veintitrés años. También era un coleccionista apasionado y poseía el tercer automóvil matriculado en Gran Bretaña. Se puede decir que fue su pasión por la velocidad lo que lo llevó, de forma indirecta, al Valle de los Reyes, pues tenía una lesión permanente en los pulmones a causa de un accidente de coche, lo que hacía que Inglaterra se volviese en invierno un lugar demasiado desapacible para él. Explorando Egipto en busca de un clima más templado descubrió la arqueología.
Carnarvon llegó a Luxor el día 23. Tras la primera puerta hallaron una pequeña cámara rellena de escombros. Cuando los retiraron, encontraron una segunda puerta. Se practicó en ésta un pequeño agujero, y todos retrocedieron por si escapaban por él gases tóxicos. Cuando se ensanchó la abertura, Cárter iluminó el interior de la segunda cámara con su linterna para examinarla.
---¿Puede ver algo? ---El tono de Carnarvon era apremiante. Cárter quedó en silencio por unos instantes. Cuando respondió, su voz estaba transformada:
---Maravillas.[154]
No exageraba: «Ningún arqueólogo de la historia ha visto nunca a la luz de una linterna lo que vio Cárter».[155] Cuando por fin entraron a la segunda cámara, pudieron observar que la tumba estaba llena de objetos de lujo: un trono dorado, dos divanes del mismo material, vasijas de alabastro, exóticas cabezas de animales en las paredes y una serpiente de oro.[156] Había dos estatuas reales mirándose cara a cara, «como centinelas», con faldas y sandalias doradas. En la cabeza llevaban sendas cobras protectoras, una maza en una mano y un báculo en la otra. A medida que Carnarvon y Cárter asimilaban este asombroso esplendor, fueron cayendo en la cuenta de que faltaba algo: no había rastro alguno del sarcófago. Mientras jugaba con la idea de que lo hubiesen robado, Cárter descubrió una tercera puerta. A juzgar por lo que ya habían visto, la cámara interior prometía ser aún más espectacular. Sin embargo, Cárter, dando muestras de una gran profesionalidad, determinó llevar a cabo un estudio arqueológico adecuado de la primera cámara antes de abrir la segunda, pues de lo contrario corrían el riesgo de perder una información de gran valor. De manera que la antecámara, como se la llamó, fue sellada de nuevo (y, por supuesto, estrechamente vigilada) mientras Cárter convocaba a una serie de expertos de todo el mundo para que colaborasen en la investigación. Era necesario estudiar las inscripciones, los sellos e incluso los restos de plantas que se habían encontrado.[157]
La tumba no se volvió a abrir hasta el 16 de diciembre. Dentro había objetos de una calidad pasmosa.[158] Hallaron un estuche de madera decorado con escenas de caza de un estilo nunca visto en el arte egipcio. También encontraron tres asientos flanqueados por animales, que Cárter recordó haber visto representados en otras excavaciones, lo que hacía evidente que el lugar ya era famoso en el antiguo Egipto.[159] Por otra parte había cuatro carros, cubiertos por completo de oro y tan grandes que les habían partido los ejes para poder instalarlos. Se llenaron al menos treinta y cuatro cajones de embalaje de peso considerable, que se dispusieron en una embarcación de vapor en el Nilo, desde donde llegarían a El Cairo tras un viaje de siete días río abajo. Sólo entonces, una vez cargados los cajones, se dispusieron a abrir la cámara interior. Cárter practicó un agujero lo suficientemente ancho como para introducir su linterna, tal como había hecho con la antecámara.
No pudo ver nada a excepción de una pared brillante, de la que fue incapaz de encontrar los extremos moviendo la linterna. Al parecer, bloqueaba por completo la entrada a la cámara que había tras la puerta. De nuevo se hallaba ante algo jamás visto, ni antes ni después: lo que estaba contemplando era un muro de oro macizo.
Derribaron la puerta y entonces pudieron ver que la pared de oro era parte de un santuario que ocupaba ---casi por completo--- la tercera cámara. Según se comprobaría más tarde, el santuario medía cinco metros por tres, y tenía una altura de casi tres metros. Todo su interior estaba cubierto de oro, a excepción de una serie de paneles de brillante cerámica azul en los que se habían representado símbolos mágicos con la intención de proteger al difunto.[160] Carnarvon, Cárter y los excavadores enmudecieron, aunque su asombro se hizo aún mayor cuando descubrieron que este santuario principal alojaba otro más pequeño, una habitación dentro de otra habitación, que a su vez contenía un tercero y éste, un cuarto santuario.
Hicieron falta ochenta y cuatro días para levantar todas estas capas.[161] Para elevar la tapa del sarcófago hubieron de diseñar un aparejo especial, tras lo cual fueron testigos del último espectáculo que les deparaba aquel enterramiento. Sobre la tapa del sarcófago se hallaba una efigie dorada del joven rey Tutankamón. «El oro brillaba como si acabase de salir de la fundición.»[162] «No hay tesoro alguno que pueda compararse a la cabeza del faraón, a su rostro fabricado en oro, sus cejas y pestañas de lapislázuli y sus ojos de aragonita y obsidiana.» Lo más conmovedor fueron los restos de una pequeña corona de flores, «la última ofrenda de despedida de la joven reina viuda a su marido».[163] Tras todo esto, y quizá de manera inevitable, la propia momia resultó algo decepcionante. El rey estaba cubierto de tal cantidad de «ungüentos y otros aceites» que, con los siglos, las sustancias químicas habían acabado por formar, al mezclarse, un sedimento semejante al de la pez que había impregnado las envolturas. Entre éstas había un número de joyas, que habían reaccionado en contacto con dicha sustancia, provocado una combustión espontánea que acabó por carbonizar los restos que los rodeaba. Con todo, se pudo determinar que, al morir, el rey se hallaba más cerca de los diecisiete años que de los dieciocho.[164]
Tutankamón no fue un faraón de especial importancia. Sin embargo, sus teseros y lo fastuoso de su tumba hicieron que la opinión pública demostrase por la arqueología un interés inusitado, mucho mayor que el que había suscitado el descubrimiento de las ruinas de Machu Picchu. Por otra parte, el esplendor de la excavación resultaba muy misterioso: Si los antiguos egipcios enterraban con tanto lujo a un soberano de diecisiete años, cabía preguntarse qué tipo de ceremonial reservarían para un monarca de mayor edad y mayor reconocimiento. Si dichas tumbas no se habían encontrado ---y así era--- ¿había que entender que habían desaparecido por obra de los saqueadores? En este caso, el conocimiento había pagado un precio muy alto; pero, si aún estaban intactas, quedaba en pie la duda de hasta qué punto podían cambiar nuestra manera de entender la forma en que evolucionan las civilizaciones.
Gran parte de la fascinación que había despertado la arqueología de Oriente Medio no había sido provocada por el afán de encontrar oro, sino por la perspectiva de separar la historia del mito.

Historia intelectual del siglo XX
Escrito por PETER WATSON

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