miércoles, 5 de enero de 2011

Libro: Alma Alga

Libro de Cuentos de Karina Pacheco.
Alma Alga Image.

Título: alma Alga
Autora: Karina Pacheo
Borrador, 2010.
Un adelanto del libro, publicado por Katya Adaui Sicheri:
Alma alga.
Aquel pececillo me había estado dando vueltas desde el amanecer. Era delgado y plateado como una luna creciente y parecía intimidado por mi cuerpo, o por el de los peces mayores que también nadaban a mi alrededor. Creí que no se acercaba por la mirada desafiante que proyectaban mis ojos verdosos, más verdosos que estas aguas. En ese momento sus aletas dorsales parecían moneditas de plata partidas por la mitad, y sus ojos dos cabecillas de alfiler; pero cuando por fin decidió aproximarse, creció como una ola y se ha convertido en la criatura más grande que haya visto en mi vida. O en mi muerte.
Desde el manto de algas donde se había detenido para observarme, ¡zas!, con un movimiento fulminante surcó los dos metros que nos separaban para devorar mi ojo derecho. Eso fue lo último, grande y feroz, que vi con él. Ahora solo cuento con el izquierdo; pero este apenas percibe sombras: el golpe que me condujo a estas profundidades lo dañó severamente. Así, pues, solo me queda aguzar el oído.
Estoy añorando mi ojo derecho, mi ojo miope, que hacía varios años había perdido la capacidad de avistar con nitidez las cosas lejanas, que se irritaba seguido en los días soleados, que sí requería una lentilla para mostrarme los vaivenes del mundo con alta definición. En las últimas semanas, me había acostumbrado a su miopía. Extraño mi ojo: no importa si de forma difusa, me permitía ver la gracilidad de las jovencitas que vienen a bañarse en el lago, las redondeces de las mujeres maduras que se extienden para gozar flotando en estas aguas; el chapoteo de los niños que están aprendiendo a nadar. Esta misma mañana, a muy pocos metros de mí, una pareja de adolescentes aprovechó el cobijo de la totora y la lengua de rocas en la que habito para conjurar la vergüenza, despojarse de sus trajes de baño y entregarse decididos al placer. En su retozo, él alcanzó a pronunciar «te quiero», e incluso se dio tiempo para pedirle a la chiquilla que no sintiera miedo; ella le contestó «¿Qué es el miedo?». No hablaron más, se enlazaron; hombre y mujer se hundieron hasta el cuello en el agua. Desde mi escondite pude ver claramente cómo sus cuerpos se hacían uno solo y cómo unas gotas de sangre brotaban de esa unión; sangre densa, que se fue dispersando en la laguna, como un vaho rojo, como un pacto con la vida que no demoró en ser absorbido por el oleaje y la voracidad de unos renacuajos.
Cuántas cosas me perderé de ver... Mi ojo miope, ¿dónde está? ¿Será que la criatura que lo devoró logra ver mejor las cosas con ese alimento? No me había dado cuenta de cuánto lo necesitaba, hasta que ese pez, en apariencia inofensivo, se atrevió a arrancármelo. ¿Qué puedo hacer ahora? ¿Cómo aprovecho al máximo el tacto de mi piel; el sabor del agua, de las algas; el sonido de las corrientes, de la bruma y de las gentes; antes de que otro ser, con apariencia angelical o monstruosa me arranque también esos sentidos?
El siseo de una libélula, bzzzz, lo escucho con nitidez. Pareciera que la pérdida de la visión me estuviera afinando el oído. Bzzzz. Aunque ya no pueda ver, puedo imaginar que una mujer vaporosa, de cabellos tan brillantes como las aguas de este lago a mediodía, se aproxima, y sonríe, y sin tener que empinarse sobre sus pies avista una legión de buenas noticias.
Yo aprendí a bucear desde muy joven; por algo nací en una ciudad anclada a las orillas de un océano. La primera vez que vine aquí, me sumergí avituallado como un experto: no me faltaban la máscara de silicona y doble cristal, ni el buzo isotérmico, ni las aletas, ni la bolsa de muestreo; tampoco el tanque de aire ni la linterna. Durante cuatro días consecutivos, acompañado por tres colegas, me sumergí en este lago, que debe ser uno de los más coloridos del planeta. Pensé que algún día me gustaría volver como turista; jamás hubiera imaginado que aquí me pasaría el resto de la vida. Pero entre aquella primera inmersión y hoy, tuve todavía un tiempo para sumergirme en otros quehaceres. Cuando volvimos a la capital del país, confirmamos lo que hasta entonces solo era una hipótesis: que este lago es de origen volcánico, lo cual explica en buena medida la diversidad de colores que impregnan sus aguas: anaranjadas en su orilla sur, verdes en sus faldas orientales, turquesas en su frente norte, azules en su centro y en su flanco occidental. Examinadas las muestras que tomamos de sus suelos superficiales y profundos, no cabían dudas: aquello que un día fue altura, sal, magma ardiente, se había tornado en agua dulce, azulada, verdosa; en hondura fría, a veces tibia, siempre húmeda.
¿Puede una ausencia material, minúscula, determinar el hallazgo de una presencia que trastornará por entero un proyecto de vida? No sé si fue error u omisión, pero en mis bolsas de muestreo faltaba un juego de piedras basálticas que estaba seguro de haber recogido en el flanco sur de la laguna. El director del equipo concluyó que sería ridículo presentar ese trabajo en un foro internacional, ofreciendo como única prueba la aseveración de haber tenido entre nuestras manos un conjunto completo de muestras. Todavía teníamos tiempo y en el presupuesto quedaba el importe de imprevistos sin gastar. A mí me tocó viajar de nuevo; otra vez volar una hora en avión y luego recorrer una carretera sin asfaltar, durante cuatro horas, en una furgoneta donde tendría que pasar la noche pues en el pueblo más próximo al lago no había ningún hotel confiable. Además, yo mismo tendría que conducir esa furgoneta porque el presupuesto ya no alcanzaba para contratar un chofer. Me molestaba emprender de nuevo ese viaje solo y me molestó más tener que cancelar una cita con mi dentista y otra con una amiga que me gustaba. Tomé el avión, enfadado con mi equipo y con mi propio descuido; también lo tomé con cierto temor, pues esta vez sólo contaría con la vigilia del motorista de la lancha al momento de sumergirme en el lago.
Por la noche, cuando fui a cenar al único restaurante decoroso del pueblo, mi disgusto se desvaneció. En lugar del camarero que nos había atendido con desdén y lentitud tres semanas atrás, al otro lado de la barra se apostaba una mujer de cabellos largos y negros. La encontré guapa, calculé que tendría la misma edad que yo, aunque su estatura era bastante más baja que la mía. Le pregunté si tenían pejerrey a la plancha para cenar; me respondió que no, pero que dependiendo de si yo era turista o naturalista, me podía ofrecer otras viandas que no estaban en su carta. Ese comentario me hizo gracia y sonreí. Sin corresponder a mi sonrisa, ella me miró a los ojos y me indicó que estaba hablando en serio; o sea: que dependiendo de si yo era turista o naturalista, podía ofrecerme diferentes platos que me pudieran agradar.
¿Quién come mejor: un turista que viaja a lugares ignotos nunca ilustrados en libros de viajes; o un naturalista que viaja hasta ellos en busca de evidencias que demuestren sus presupuestos teóricos? Ella esperaba mi respuesta; yo no pude ahuyentar mis ojos de la hendidura de su escote, que como una lanza oscura parecía elevarse hasta su cuello, como si fuera una amenaza inminente sobre su vida, o sobre mi capacidad para procurarme placer.
---Soy geólogo--- repuse, temiendo que esa respuesta me condujera a la peor comida, al fin y al cabo, a primera vista un turista da la impresión de tener mucho tiempo libre y muchas ganas de pasárselo bien.
---¿No es de la región, verdad?--- me preguntó esta vez, sin decirme aún qué me podía ofrecer para comer.
Yo me hubiera quedado aguardando toda la noche sus preguntas abiertas con tal de alargar ese encuentro. ¿Qué tenía esa mujer de sobresaliente más allá de ese pelo ondeante que se extendía hasta su vientre sin cubrir la hendidura de sus senos? En ese momento en mí sólo había deseo, instintivo, básico. Llevaba ya cinco meses sin irme a la cama con una mujer y ese viaje había cancelado la posibilidad de acostarme con una amiga que me gustaba y con quien podría iniciar una relación. Miraba ese escote, esa lanza que ascendía hasta su cuello y que sólo yo creía ver.
---No, soy de la costa--- respondí, y de inmediato me arrepentí: temí que esa información sobre mi procedencia, tan lejana, tan mal avenida para las gentes de la sierra, extirpara en ella el deseo de seguir conversando conmigo.
---Si trabaja en lagos de altura, seguro que conoce el cochayuyo ---me dijo---; pero yo apostaría a que jamás ha probado el wayranto.
Repuse que no, y estuve feliz de darle la razón en su suposición, de hacerla sentir segura, por encima de mí. Ella me explicó que el wayranto es un alga exclusiva de los lagos y lagunas de su zona; un alga rojiza cuya textura se asemeja a la carne de res y su sabor al de la codorniz, quizás porque sólo brota entre junio y agosto, aupada por los ventarrones de esa temporada.
---¿Quiere entonces que le prepare un revuelto de wayranto, acompañado por un puré de papas? ---propuso con una sonrisa.
---Sí, sí ---accedí, con la boca hecha agua, y con la voz titubeante me atreví a pedirle lo que más deseaba---: ¿Tendría usted la gentileza de acompañarme a cenar? Yo pagaría su plato, como si usted fuera una amiga a la que he invitado esta noche...
Estoy viendo sus ojos, ya no con mis ojos, solamente con ese viento de nostalgia que es la memoria de lo que se ha perdido; que se aferra a recuerdos fragmentados, reinventados; que se empecina en encontrarle sentido a las cosas. Y los ojos que veo, los ojos que hoy creo haber visto en ese momento, tenían el reflejo de dos piedras basálticas, eternas en fuego o en lago, listas para perderse de mi vista sin explicación, y acaso listas para conjurar mis teorías y perderme a mí.

1 comentario:

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