martes, 4 de agosto de 2020

Le alcanzó con una marca en un partido. No cualquier marca

Gustavo Dejtiar - Oscar Barnade
Tomado del libro: 1986: la verdadera historia
Los momentos más calientes, más extremos y más angustiantes los vivió la Selección en esos dos partidos contra los peruanos, que buscaban al menos la clasificación para el repechaje sudamericano. Habían ganado sus dos partidos contra Venezuela y le habían robado apenas un punto como locales a Colombia en sus dos enfrentamientos. Estaban segundos, con 5 unidades, a tres de Argentina (cuando la victoria sumaba solo dos) y uno por encima de los cafeteros. Perú, uno de los países en los que más se quiere a los argentinos, estaba dispuesto a ganar, a como diera lugar.
Todos los relatos convergen en señalar la tensión que vivió el plantel apenas pisó Lima. Carlos Polimeni describe el clima enrarecido: «Era tremendo. Acababa de asumir Alan García, que era un presidente que había prometido no pagarle al Fondo Monetario Internacional, y con una agrupación armada como Sendero Luminoso muy activa. Y Sendero Luminoso decía que iba a secuestrar a Maradona. Entonces había un operativo de seguridad enorme, un quilombo en torno a Argentina…»
«La previa de ese partido fue traumática —recuerda Burruchaga—. Nosotros estábamos en un hotel en el centro de Lima. Llegamos creo tres, cuatro días antes y fue terrible el ambiente. Nos habían puesto gente adentro del hotel para que hicieran ruido, para que nos molestasen. Gente afuera todo el tiempo, no podíamos andar por ningún lado y el partido en sí fue bravísimo». Valdano hace su aporte aún asombrado por su propio relato: «Sí, sí. Lo recuerdo, un clima espeso y también recuerdo el juego periodístico. Lo de Sendero Luminoso era claramente una fantasía que pretendía agregarle tensión, nerviosismo al equipo. Y luego el marcaje a Maradona, una de las cosas más extravagantes que yo he visto en mi vida. Nunca he visto algo igual».
Roberto Challe confiaba en sonreír como otras veces frente a los argentinos. Le había pasado en las eliminatorias para el Mundial de México de 1970, y en cancha de Boca. Aquella vez, en 1969, jugó, ganó y dejó afuera al gran candidato. Esta vez le tocaba dirigir a la Selección de su país frente a Argentina, por coincidencias del destino, en unas eliminatorias que, de nuevo, conducían a México. Y tenía un plan. Y ese plan tenía un nombre y un apellido: Luis Alberto Reyna.
Hay gente que necesita una vida para entrar en la historia. Y hay otra gente a la que le alcanza un partido. A él le alcanzó con menos que eso: le alcanzó con una marca en un partido. No cualquier marca, desde luego. Pero Reyna cambió su vida y la de las eliminatorias porque marcó a Maradona. Acaso como nadie. «Roberto Challe me conversa y me dice que me iba a dar el trabajo de hacerle la marca personal a Maradona». Reyna habla al principio como de un partido más. Como quien cuenta un encargo de la esposa. Un «Luis, tenés que arreglar la canilla, que pierde hace una semana». Pero enseguida aclara que el encargo tenía su razón de ser: «Ojo que en esa época Argentina era Maradona. Lo que yo veía dentro del campo era que, vamos a suponer, Passarella agarraba la pelota y lo primero que hacía era mirarlo a Maradona. Calderón agarraba la pelota, lo primero que hacía era mirarlo a Maradona. Entonces, si no llegaba la pelota hasta Maradona, no había juego en Argentina. Por eso Roberto Challe estudió eso y dijo “vamos a hacerle marca personal”».
Pero lo de Reyna a Maradona no fue solo una marca personal. Fue un acecho, una jornada de caza, un acoso casi pornográfico. El peruano protagonizó una persecución tal sobre Diego, que si Liam Neeson la hubiera visto, ya habría comprado los derechos para filmar otro episodio de la saga Búsqueda implacable. El número 17 se pegó al 10 argentino, y no lo soltó ni cuando su propio equipo atacaba.
«Yo lo marqué a base del tacto —aclara el ex volante de Universitario y Sporting Cristal, como si fuera necesario—, porque yo estaba bien trabajado físicamente pero no tenía la velocidad de Maradona. Trataba de estar pegado en todo momento, y agarrarlo de parte de la cintura para que no tuviera un movimiento de desmarque y que sus compañeros no pudieran pasarle la pelota, cosa que se logró».
Pero más allá de la viscosa marca del peruano, muchos coinciden en que a Diego, ese día, le faltó el don que lo distinguía de los demás: la rebeldía. El mismo carcelero de esos 90 minutos en el Estadio Nacional de Lima se sorprendió: «Se dejó ganar muy rápido, no reaccionó, o sea, no fue el jugador que siempre veías, el que se molesta, el que saca la garra y va para adelante. Lo vi callado, en ningún momento reaccionó y eso me facilitó el trabajo». El periodista José Luis Barrio coincide, aunque en su reflexión aflora un meneo de cabeza. Un gesto como de pena: «Si bien la marca de Reyna fue pegajosa, insistente, molesta, en algún pasaje violenta, con bastante complicidad del árbitro, Diego estuvo lejos del Maradona rebelde, creativo, que se sacude el polvo de los pantaloncitos y sigue».
Burruchaga también apunta contra Reyna, que «se cansó de pegarle a Diego, se cansó de agarrarlo» pero reconoce que Argentina no jugó bien: «El resultado que nos convenía y que ya nos daba el paso, que era el empate, nos jugó un poco en contra. Nos jugó en contra eso y el clima dentro de la cancha. Fue el peor de toda la eliminatoria. Porque era cosa de mirar para todos lados y hasta la misma policía te quería pegar».
«Si a mí me hubiera pasado ahí, no sé, me trompeo», dice Reyna, ahora arrepentido, pero con la satisfacción del deber cumplido: «No me llena de orgullo. Solo hice un trabajo que se me encomendó en esa época, hice un trabajo porque quería defender a mi Selección pero, acá en Perú, no me gusta hablar mucho del tema de Maradona porque no estoy muy orgulloso de haber hecho ese trabajo».
Después de una doble tapada de Fillol, convirtió el Ciego Oblitas, un extraordinario y miope delantero de Universitario que una vez había perdido los lentes de contacto en un festejo. Y esta vez festejó, con lentes de contacto y todo, a los 8 minutos del primer tiempo el 1 a 0 que sería definitivo, y que le puso suspenso a la eliminatoria.
Al partido entre Perú y Argentina en Lima, los jugadores argentinos habían llegado sabiendo que un punto valía el pasaje al Mundial. Un punto, sí: solo un punto en dos partidos. Ahora quedaba uno solo. En la revancha, Argentina pasaba con el empate, pero cargaba con un peso más grande que el Monumental. Y a Bilardo, la cancha de River no le gustaba para la Selección. La veía fría, con la gente muy lejos: «Las canchas tienen que ser canchas de fútbol. A mí me decían “tiene pista atlética”, y “para qué la quiero la pista atlética”. “No, porque vamos a hacer cada seis meses una carrera, un maratón, y carreras de velocidad”, “y hacete un gimnasio, entonces, andá a otro lado, comprá 6 hectáreas y te hacés una pista de atletismo”».
Aunque quedara la posibilidad de un repechaje, todo lo que estaba en juego presagiaba gloria o drama. Y la función empezó con drama: el drama inicial de Franco Navarro.
A veces la memoria social es selectiva. De esa serie de partidos ida y vuelta se recuerdan la marca de Reyna a Maradona y la angustia por la clasificación. Pero de la patada de Julián Camino al delantero peruano, que duró en la cancha seis minutos, se dijo menos. Mucho menos. Se dice algo ahora, a la distancia. Como lo hace Garré: «Sí, fue una jugada realmente muy dura, que cada vez que nos juntamos con Julián le digo: “¿Te acordás de la patada que le pegaste al peruano?”, él me dice “sí, había que sacarlo de la cancha”. Pero se le fue un poquito…» Garré no se anima a finalizar la frase, porque no quiere terminar de señalar a su compañero, aunque por otro camino, de todos modos, lo deja al descubierto: «Aparte, le pegó arriba, y en esa época se jugaba con tampones de aluminio que te lastimaban. Entonces, en ese sentido fue bastante cuestionable esa jugada».
Cuestionable no es el calificativo que encuentra Fernando Signorini, preparador físico personal de Diego Maradona entre 1983 y 1991, para describir el planchazo de Camino a Franco Navarro: «Criminal. Sí, sí, sí. Fue como que salió del vestuario con la misión de sacarlo, porque este tipo era realmente una de las cartas más bravas que tenía Perú». Como si no estuviera jugando al fútbol sino tratando de romper maderas para sumar al fuego de un asado, así bajó Julián Camino su pierna derecha directamente contra la rodilla de Navarro. Y lo sacó de la cancha. Fractura de tibia y peroné. Ocho meses sin jugar. Un año más tarde, el peruano llegó a Independiente y los mismos protagonistas se reencontraron en un partido entre el Rojo y Estudiantes. Camino se acercó para disculparse, pero Navarro se ve que no aceptó y como venganza, le clavó cuatro goles al Pincha. Pero la verdad sea dicha, esa proeza, que lo llevó a la tapa de El Gráfico en la semana, no lo ayudó a volver al Monumental, a aquel domingo 30 de junio. La sanción del momento para el argentino fue leve: solo una tarjeta amarilla. Pero una pena mayor lo alcanzó luego: la inusitada violencia lo dejó a Camino sin mundial. Nadie lo quería en el equipo después de lo que había hecho. Fue su último partido en la Selección.
Bilardo no dice que mandó a la cancha a Julián Camino con la orden de sacar del partido a Navarro. Pero tampoco lo condena. Trata de buscar antecedentes, como los chicos, que hurgan en el pasado para ver si pueden justificar una falta con otra falta anterior de su oponente. Un “él empezó” pero entre adultos: «Sí, pero no. Ellos también tenían jugadores fuertes. Manera vino en camilla de Perú, con Estudiantes, también. Eso, son jugadas que son desgraciadas, que pasan». Bilardo habla de la década del 60.
Pero en la década del 80, en el partido que comenzó con la fractura de Navarro, Pasculli aprovechó que Diego se le fugó a Reyna e hizo un gol que pudo calmar a Argentina. Pudo, pero no. No era un día de calma. Velázquez y Barbadillo dieron vuelta la historia y Perú se puso 2 a 1. El Monumental era un temblor. Los recuerdos son distintos, y caen a borbotones: atajadas, cancha pesada, goles, presagios. Pero todos convergen en una misma sensación: Argentina parecía perdida.
«El Pato hizo un par de atajadas… Una que fue impresionante, creo que a Teófilo o a Uribe», dice Passarella. Mariano Hamilton, que cubrió ese partido para el diario Clarín desde la popular, confirma que fue contra Uribe la increíble tapada de Fillol, y agrega una más a Barbadillo. Signorini suma el factor campo de juego y una revelación: «En el 1 a 0 hubo tres jugadas en las que a la clasificación argentina la salvó el barro. Porque si ese día no hubiera estado la cancha pesada…Creo que fue Baylón que lo enfrentó a Fillol, hizo un amague y por ahí la pelota, que entraba, se quedó frenada y le permitió al Pato llegar. Pero en un momento recuerdo haberle dicho al periodista Guillermo Blanco: “si no nos salva Passarella no nos salva nadie”».
Hugo Santilli, ex presidente de River y vice de la AFA, vivió el partido en el palco del Monumental junto a Grondona, que se ve que aún no había registrado su frase del anillo. Ese día en el Monumental, parecía que no todo iba a pasar: «En el minuto 25, Julio empezó a sangrar de la nariz. Yo le dije a su secretario que lo acompañara hacia la parte médica, que yo me quedaba siguiendo el partido. Había tenido un golpe de presión».
Todos los jugadores recuerdan ese partido contra Perú como un calvario. Un vía crucis deportivo. Morir para resucitar. No a los tres días, sino a 9 minutos para el final del juego. «Era como esos sueños donde te persiguen y vos vas corriendo en cámara lenta y no sos capaz de encontrar tu ritmo de carrera, que las piernas son pesadas y te alcanzan. Bueno, así me sentí yo en aquel partido —dice Valdano—. Y así recuerdo la impotencia de alcanzar un resultado que nos resultara útil en medio de la tensión del Monumental».
Daniel Passarella comienza a hablar con la seguridad de que ese es el momento en el que puede exigir una reivindicación. Un resarcimiento por los malos tragos. Por haberle sacado la cinta, por haber intentado dejarlo fuera de las eliminatorias en el primer partido. Por haberlo hecho sentir que ya no era necesario. Y nunca fue tanto lo que Argentina necesitó de él: «No estaba el equipo nuestro adentro de la cancha. No había equipo. Empezamos a tirar centros y centros. Quedábamos afuera del Mundial. Y me acuerdo los últimos ocho, nueve minutos fueron tremendos. A mí me agarraban unos calambres impresionantes. Me levantó mucho la gente porque empezó a corear mi nombre y me levanté y seguí porque no podía más. Cuando la pelota se iba para adelante me elongaba la pierna con las manos porque los gemelos los tenía que no podía más».
El Tata Brown se calza los bifocales y mira en la tablet el video del gol de Passarella. Sigue la jugada y el audio del relato de Marcelo Araujo, desde que el peruano Olaechea despeja y le queda a Burruchaga, para mandar el ollazo del milagro. Entre el centro y el gol, Araujo solo dice siete palabras, tres de ellas son «Passarella». «Llegan Passarella y Valdano… Passarella, ¡Pasarellaaaaa! ¡¡¡Goooool!!!»
«No entraba más esa pelota…Dios mío», dice el Tata, que acaba de ver cómo el tipo al que reemplazaría en el Mundial, al que admiraba, pero que ahora lo tenía relegado al banco de suplentes, ese tipo, baja la pelota con el pecho, la adelanta y desde un ángulo bastante poco probable, saca un inusual derechazo que roza en la mano derecha del arquero Acasuzo, pega en el palo más lejano y comienza un derrotero interminable sobre la línea. «Qué bárbaro. Yo estaba en el banco de suplentes ahí, casi me morí. Nunca entraba la pelota. Y digo “la puta que lo parió, cómo puede ser que nunca entre”. Qué bárbaro». Y no se sabe si el “qué bárbaro” es para definir esa sensación de eterna incertidumbre o para definir a Passarella. No importa aclararlo, porque la definición cabe para ambos.
También Garré necesita los lentes para ver en la pantallita portátil cómo Pasculli lo toma de la camiseta y lo empuja a Javier Chirinos, que había reemplazado al pegajoso Reyna 19 minutos antes. Lo empuja para que no pueda despejar. Lo empuja para que le quede el camino despejado a Ricardo Gareca. Y para que el Tigre pueda impulsar la pelota y por fin pase la totalidad de su circunferencia, como dice el reglamento, y el brasileño Romualdo Arppi Filho haga sonar su silbato de una vez por todas y señale el centro de la cancha. Garré necesita los lentes para ver, pero no para relatar lo que para él fue un esfuerzo colectivo, social y casi espiritual en pos de un gol: «Yo creo que la fuerza que hacíamos, los que estuvieron ahí abajo del arco o los que estábamos afuera, más la gente que estaba en la cancha, hizo que la pelota pudiera entrar».
Valdano, que siempre tiene la palabra justa, hace la comparación que todos están buscando hace rato: «Es el clásico gol que uno no grita de alegría, grita como si se hubiera salvado de un accidente. De decir: “qué suerte que tuve que me he salvado de esta catástrofe. Esto está lleno de muertos y yo sigo vivo”».
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