lunes, 5 de agosto de 2019

'Acerca del Mar', texto de Claudio Magris

Granta

Por Claudio Magris

El agua disuelve, libera de las obsesiones, corroe y borra fronteras. Su apertura no es solamente física, sino también cultural, humana: el golfo de Trieste se extiende desde Italia hacia Eslovenia y Croacia y aunque esas costas ahora eslovenas y croatas formaban parte tiempo atrás políticamente hablando de Italia y estaban pobladas por italianos, ese mar sugiere la idea del encuentro y la mezcla de culturas y civilizaciones, es el Adriático italiano (sobre todo véneto) y eslavo. Ese mar, mi mar, no es un mar de playas de arena sino un mar de peñascos y de rocas blancas, de aguas en seguida profundas e intensamente azules; es el extremo brazo del mar griego y dálmata que llega hasta Duino. Es el mar del golfo de Trieste que, cuando se llega desde occidente, a la altura de Sistiana, se abre de repente a la vida. Grande, como una stendhaliana promesse de bonheur, una promesa de felicidad que por un instante se identifica con Trieste y que Trieste se las arregla en seguida para desmentir, como ha sucedido tantas veces en la Historia. Ese mar triestino de Bárcola fue uno de mis primeros lugares infantiles de juegos y aventuras, y más tarde de los primeros encantamientos amorosos. Tal vez el primer recuerdo que tengo del mar es el de una playa istriana, la de Strugnano/Strunjan. Yo era muy pequeño, hasta el punto de que en verdad no sé si soy yo el que recuerda ese episodio o si en cambio lo que en realidad recuerdo es el relato que oí de él. La playa es un horizonte que, incluso desde la perspectiva infantil, me parece inmenso; yo juego con un patito de goma, que las olas se van llevando mar adentro. Al oír mis lloros, mi padre se echa al agua para ir a por mi patito, pero las olas se lo llevan lejos, hacia un horizonte que a mí me parece lejanísimo, y me parece ver que hasta mi padre desaparece en ese horizonte, perdido en la inmensidad del mar, si bien me lo vuelvo a encontrar al poco en la playa, junto a mí, mientras me entrega el patito. El mar es el horizonte fundamental de mi vida y de mis intentos de representar la vida El mar de Trieste, de Istria, de Querso, el mar de Salvore, de Roviño, de Miholaščica, han sido y por consiguiente son el paisaje de mi vida, de mi existencia compartida con Marisa, un paisaje inescindible del amor. En Salvore, que cierra el golfo de Trieste, transcurrí una de las temporadas fundamentales de mi vida y en Salvore se desarrolla en buena parte mi novela Un altro mare (Otro mar); el mar de Querso está presente en mis Microcosmi (Microcosmos) y en otras páginas más, pero lo que más cuenta no es enumerar las ocasiones en las que he intentado representarlo, sino subrayar su continua presencia, su resuello, el mar como bajo continuo de la vida y de la escritura. Todo esto se ha visto favorecido también por el hecho de que Trieste, aun sin tener ciertamente un mar más hermoso que otras ciudades marítimas, sí que, debido asimismo a sus pequeñas dimensiones, permite, a diferencia de otras, una familiaridad directa con el mar, una cercanía y un contacto físico, una posibilidad de asistencia diaria. Entre los primeros días de mayo, a veces ya en abril, y los últimos días de octubre, basta tener media hora o tres cuartos de hora de tiempo, en la vida afanosa y condenada que nos vemos obligados a vivir, para llegarnos por ejemplo a Bárcola, tumbarnos un momento al sol en esa posición horizontal que es la más digna del hombre, zambullirnos en el agua y volvernos a casa. Y este contacto concreto, físico, cotidiano, te llena el día, pone la vida de alguna manera en la estela del mar, de su apertura, de su ventosa libertad. Algunas veces, en esa costa, soy uno de los pocos que nadan, cuando el agua está todavía o bien ya bastante fría. El año pasado, por ejemplo, durante un día de abril, mientras salía del agua después de un breve chapuzón, en la orilla desierta había solamente una pareja, un jovenzuelo y una muchacha en una actitud afectuosa, que tenían puesto el traje de baño pero que no se habían metido en el agua. El jovenzuelo, tal vez envalentonado por mi ejemplo, se levantó y, a decir verdad con un paso más bien vacilante, se dirigió hacia las olas, a lo que yo le señalé con el dedo y le conminé: “!No vaya a cometer una imprudencia! ¡Espere a tener setenta y cinco años!” En otra ocasión, mientras, tras cinco minutos de abandono, tendido, con los ojos cerrados al sol, me estaba levantando, una mujer que había venido a sentarse a pocos metros de mí y se preparaba para bajar también ella al agua, creyendo que me había despertado, se disculpó, y luego, como me hubiera reconocido, añadió, en dialecto triestino: “Usted, que es persona que piensa, necesita dormir”. Naturalmente no me atreví a hablarle de mis muchos insomnios… El mar es asimismo ese abandono, es también ese sueño dulce, ese sueño que, junto a una larga vida, era la fórmula de la buena fortuna para los indígenas de Samoa, como recuerda Stevenson; ese sueño que, como decía Chesterton, indica un confiado abandono al mundo, y por consiguiente una fe en Dios, ese sueño como signo de armonía con el resuello de la vida que tanto envidiaba Kafka, ese sueño después del amor del que habla Singer en una bellísima página. La apertura del mar no es solamente física, sino también cultural

Extracto tomado del sitio de Granta

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